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OFICIO DE LECTURA

INVITATORIO


Si ésta es la primera oración del día:

V. Señor abre mis labios
R. Y mi boca proclamará tu alabanza

Se añade el Salmo del Invitatorio con la siguiente antífona:
 
Ant. El Señor es bueno, bendecid su nombre.

Si antes se ha rezado ya alguna otra Hora:
 
V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.



Himno: SI ERES, MUERTE, LO MÁS MÍO

Si eres, muerte, lo más mío
y mi vida lo más tuyo,
si con instantes construyo
mi tumba, hueco de frío,
si ensaya mi desvarío
morir mi muerte en el sueño,
¿me empeñaré en otro empeño?
¿Estaré, muerte, maduro
para el instante inseguro
de adueñarme de tu ensueño?

¿Eres victoria vencida,
o sol sin ningún ocaso?
¿Con mi sombra, a cada paso,
va tu sombra confundida?
¿Cuándo estallará, encendida,
ésta mi cárcel de lodo?
¿Dónde, con quién, de qué modo
llegará, muerte, el momento
de soltar mi voz al viento,
tú en mi nada y yo en mi todo? Amén.

SALMODIA

Ant 1. Señor, no me castigues con cólera.

Salmo 37 I - ORACIÓN DE UN PECADOR EN PELIGRO DE MUERTE

Señor, no me corrijas con ira,
no me castigues con cólera;
tus flechas se me han clavado,
tu mano pesa sobre mí;

no hay parte ilesa en mi carne
a causa de tu furor,
no tienen descanso mis huesos
a causa de mis pecados;
mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Señor, no me castigues con cólera.

Ant 2. Señor, todas mis ansias están en tu presencia.

Salmo 37 II

Mis llagas están podridas y supuran
por causa de mi insensatez;
voy encorvado y encogido,
todo el día camino sombrío;

tengo las espaldas ardiendo,
no hay parte ilesa en mi carne;
estoy agotado, deshecho del todo;
rujo con más fuerza que un león.

Señor mío, todas mis ansias están en tu presencia,
no se te ocultan mis gemidos;
siento palpitar mi corazón,
me abandonan las fuerzas,
y me falta hasta la luz de los ojos.

Mis amigos y compañeros se alejan de mí,
mis parientes se quedan a distancia;
me tienden lazos los que atentan contra mí,
los que desean mi daño me amenazan de muerte,
todo el día murmuran traiciones.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Señor, todas mis ansias están en tu presencia.

Ant 3. Yo te confieso mi culpa, no me abandones, Señor, Dios mío.

Salmo 37 III

Pero yo, como un sordo, no oigo;
como un mudo, no abro la boca;
soy como uno que no oye
y no puede replicar.

En ti, Señor, espero,
y tú me escucharás, Señor, Dios mío;
esto pido: que no se alegren por mi causa,
que, cuando resbale mi pie, no canten triunfo.

Porque yo estoy a punto de caer,
y mi pena no se aparta de mí:
yo confieso mi culpa,
me aflige mi pecado.

Mis enemigos mortales son poderosos,
son muchos los que me aborrecen sin razón,
los que me pagan males por bienes,
los que me atacan cuando procuro el bien.

No me abandones, Señor,
Dios mío, no te quedes lejos;
ven aprisa a socorrerme,
Señor mío, mi salvación.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Yo te confieso mi culpa, no me abandones, Señor, Dios mío.

V. Mis ojos se consumen aguardando tu salvación.
R. Y tu promesa de justicia.


PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 18—2, 5

LOS APÓSTOLES PREDICAN LA CRUZ

Hermanos: El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación —para nosotros— es fuerza de Dios. Dice la escritura: «Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces.» ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el letrado? ¿Dónde esta el sofista de nuestros tiempos? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?

Y, como en la sabiduría de Dios el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación, para salvar a los creyentes. Porque los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—: fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.

Fijaos en vuestra asamblea: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; todo lo contrario: lo necio del mundo lo ha escogido Dios para confundir a los sabios. Y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder. Aún más: ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta; de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. Por él vosotros sois en Cristo Jesús, en este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención. Y así —como dice la Escritura— «el que se gloría, que se gloríe en el Señor».

Cuando vine a vosotros, hermanos, a anunciaros el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia ni sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Me presenté a vosotros débil y temeroso; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.

RESPONSORIO    Cf. Mt 4, 18. 19

R. Caminando por la ribera del mar de Galilea, vio el Señor a Pedro y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, y los llamó: * «Venid en pos de mí, y yo os haré pescadores de hombres.»
V. Pues eran pescadores, y les dijo:
R. «Venid en pos de mí, y yo os haré pescadores de hombres.»

SEGUNDA LECTURA

Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la muerte
(Cap. 18, 24. 26: CSEL 3, 308. 312-314)

RECHACEMOS EL TEMOR A LA MUERTE CON EL PENSAMIENTO DE LA INMORTALIDAD QUE LA SIGUE

Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana. ¡Qué contrasentido y qué desviación es no someterse inmediatamente al imperio de la voluntad del Señor, cuando él nos llama para salir de este mundo! Nos resistimos y luchamos, somos conducidos a la presencia del Señor como unos siervos rebeldes, con tristeza y aflicción, y partimos de este mundo forzados por una ley necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad; y pretendemos que nos honre con el premio celestial aquel a cuya presencia llegamos por la fuerza. ¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera al deseo de reinar con Cristo?

Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos el mundo ni sigamos las apetencias de la carne: No améis al mundo —dice— ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo no posee el amor del Padre, porque todo cuanto hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. El mundo pasa y sus concupiscencias con él. Pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre. Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea; rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos lo que creemos.

Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá al paraíso y al reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso; allí nos espera un gran número de seres queridos, allí nos aguarda el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos, seguros ya de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra. Tanto para ellos como para nosotros significará una gran alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la felicidad plena y sin término la hallaremos en el reino celestial, donde no existirá ya el temor a la muerte, sino la vida sin fin.

Allí está el coro celestial de los apóstoles, la multitud exultante de los profetas, la innumerable muchedumbre de los mártires, coronados por el glorioso certamen de su pasión; allí las vírgenes triunfantes, que con el vigor de su continencia dominaron la concupiscencia de su carne y de su cuerpo; allí los que han obtenido el premio de su misericordia, los que practicaron el bien, socorriendo a los necesitados con sus bienes, los que, obedeciendo el consejo del Señor, trasladaron su patrimonio terreno a los tesoros celestiales. Deseemos ávidamente, hermanos muy amados, la compañía de todos ellos. Que Dios vea estos nuestros pensamientos, que Cristo contemple este deseo de nuestra mente y de nuestra fe, ya que tanto mayor será el premio de su amor, cuanto mayor sea nuestro deseo de él.

RESPONSORIO    Flp 3, 20-21; Col 3, 4

R. Nuestros derechos de ciudadanía radican en los cielos, de donde esperamos que venga Como salvador Cristo Jesús, el Señor. * Él transfigurará nuestro cuerpo de humilde condición en un cuerpo glorioso, semejante al suyo.
V. Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, os manifestaréis también vosotros con él, revestidos de gloria.
R. Él transfigurará nuestro cuerpo de humilde condición en un cuerpo glorioso, semejante al suyo.

ORACIÓN.

OREMOS,
Mueve, Señor, nuestros corazones, para que correspondamos con mayor generosidad a la acción de tu gracia, y recibamos en mayor abundancia la ayuda de tu bondad. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén

CONCLUSIÓN

V. Bendigamos al Señor.
R. Demos gracias a Dios.

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